De vez en cuando viene bien jugarse algo como esto. Venía de jugar al God of War: Ragnarök, que es como un buen libro largo, de esos que tienes que degustar poco a poco porque hay historia para rato. Así que estuve unas tres horitas entretenido con lo del agujero.
Efectivamente, la premisa es clara: empiezas con una pala en el jardín de tu casa nueva y tienes que hacer un buen hoyo para encontrar un tesoro enterrado. Como si se tratara del típico jueguito de móvil que te sale en los anuncios del Duolingo, la gracia está en ir mejorando tus herramientas. Te mejoras la pala, te mejoras la batería que consume la pala, la mochila donde te metes las mierdas que te vas encontrando (que luego vendes para comprar más mejoras). Te compras hasta un jetpack para salir del agujero.
Sí, es posible que se vuelva algo repetitivo, pero joder, que el juego dura apenas tres horitas. ¿Qué más da? Porque sí, el juego tiene final. No es cuestión de spoilearlo aquí, pero digamos que tiene su sorpresita. Con una sencilla cinemática al principio y otra al final, nos ubican en una historia simplísima que nos da la excusa para cavar el hoyo.
Pero permitidme ahora que me ponga un poco filosófico con mi interpretación del juego. Mientras picaba, picaba y picaba, y me iba volviendo mejor en ello, pensaba: ¿y si el tesoro no está abajo? ¿Y si el tesoro es picar? Según vas bajando más y más, encuentras minerales más caros. Pasas de carbón, hierro o cobre a plata, oro, platino y diamantes. Y la experiencia debería ser recompensa suficiente… quizás.
PERO NO. TODOS QUEREMOS EL PUTO TESORO, ¿VERDAD? Pues venga, a por él.
Quiero romper una lanza por estos jueguitos independientes que te puedes pillar por cuatro pavos en Steam, que cuestan dos duros y los puede hacer un polaco en su garaje, pero que te entretienen.
Le voy a poner un 7, va. (Tampoco os esperéis un Red Dead Redemption, ¿eh?).